DE LOS COMIENZOS DE LA LUCHA ARMADA. ( Eligio Damas)

Mon, Dec 18 at 10:24 AM De los comienzos de la lucha armada. Raimundo se acerca al gran jefe de tribu. De mi última novela Eligio Damas Nota: Capítulo de mi novela “Cuando quisimos asaltar el cielo”, la cual he editado en el Blog de Eligio Damas; es una historia ubicada a mediados de la década del sesenta del siglo pasado, en los inicios de la clandestinidad y la lucha armada, asumidas por el PCV y el MIR. https://deeligiodamas.blogspot.com/. Ya el MIR, había nacido y hasta estaba en los inicios de la lucha armada. Raimundo era un joven recién llegado al sindicalismo y AD. ----------------------------------- En una de las zonas residenciales de Ciudad Bolívar, habitada por la clase media, entre quienes contaban profesionales “exitosos”, ganaderos, inversionistas, contratistas de significativas cuentas, como aquellos que se relacionaban con las grandes empresas de Guayana y proyectos inmobiliarios de gran volumen, comerciantes del ramo de la minería y hasta algún advenedizo que otro sin siquiera soñar los niveles de ingresos de aquellos, llegado allí por ese deseo irrefrenable del hombre de vivir mejor hasta más allá de sus posibilidades, estaba ubicada la residencia del sindicalista. Cuando llegaron al frente de ella, uno de los guardaespaldas llamó por un “walky talki” que extrajo de la guantera del vehículo. Habló con excesiva discreción, tanta que Raimundo no pudo escucharle claramente. Al instante, el enorme portón que permitía el acceso vehicular a la casa comenzó a abrirse con lentitud. Mientras el coche, parsimoniosamente se introducía en aquella residencia, que a primera vista el joven sindicalista percibió como bastante grande, lo que llaman una mansión, el acompañante del conductor quien se había apeado previamente, se quedó a la entrada como observando, otros dos hombres, surgidos de entre los pequeños arbustos de los amplios jardines a la entrada, se colocaron a ambos lados y le acompañaron hasta llegar a la puerta de una cochera cuyo portón se mantuvo cerrado. Lo primero que ocupó al sindicalista, mientras sus ayudantes iban a lo que previamente les estaba encomendado, fue recorrer los exteriores de la casa propiamente dicha; para eso con zalamería invitó a Raimundo le acompañase. -“Compa, quiero que se sienta como si estuviera en su casa. Acompáñeme para que conozcas las partes exteriores. Luego iremos adentro para presentarte la familia y alguna gente que tengo especial deseo que conozcas. Es hora Raimundo que comiences a codearte con la crema del partido”. Recorrieron los jardines y todo lo que en esa área se encontraba. Le movía su propio orgullo a hacer casi mecánicamente lo de siempre, cuando llevaba alguien nuevo a su casa. Mostrar lo que había alcanzado, pese haber comenzado como simple mandadero en una compañía de Ciudad Bolívar. Su grandeza, el orgullo de sí mismo, su crecimiento, estaba representado en sus propiedades que eran muchas y empezaban a contarse en aquella casa y sus cuentas bancarias las cuales procuraba no exhibir. Vivía mejor, más confortable y seguro que aquellos doctores, egresados universitarios que creían poder darle lecciones sobre asuntos que se sabía de memoria, como lo relativo a las disposiciones legales del trabajo, las grietas de ellas, por donde se podían meter patronos y sindicalistas para acordar cosas que a ambos siempre beneficiaban y había aprendido cómo manejarles; a los togados y la multitud de trabajadores que andaban detrás suyo. Sabía bien, sin leguleyismos, cómo metérsele a los empresarios, sin intermediación de aquellos y menos los funcionarios de gobierno, para acordar lo que dejaba a casi todos complacidos; menos a los obreros, a quienes había que aplicarles terapia de demagogia, embuste y populismo aderezado de compadrazgo, “panaburdismo” de partido y hasta reconvenciones de los burós sindicales y la alta dirección política atenta a no perder parte de la caleta crematística, producto de los acuerdos y los votos. A quienes después de todo quedaban inconformes y sobre todo intentaban alborotar el avispero, se les aplicaba el despido, inclusión en lista negra, planazos y hasta cárcel. Para esto último contaban con los compañeros gobernantes, policías y altos oficiales de las Fuerzas Armadas, sobre todo la Guardia Nacional. Quiso que Raimundo además, comenzase a percibir lo que podía esperar para él, sí, no sólo aceptaba la línea del partido, sino también la suya y de la clase sindical a la cual pertenecía. Le interesaba el muchacho. La mayoría de los dirigentes sindicales compañeros suyos, daban pena. No porque, como él mismo, fuesen al mismo tiempo empresarios y deseosos de acumular real sin muestras de saciarse, sino que eran demasiado indelicados, poco persuasivos en sus relaciones con los trabajadores y por demás procaces y hasta irrespetuosos. Eran analfabetas funcionales que apenas sabían firmar cheques, no leían siquiera los volantes sindicales de los cuales eran presuntamente responsables y menos los periódicos del partido. Incapacitados para explicar cualquier asunto a los trabajadores o participar en las asambleas. No ejercían liderazgo, estaban en puestos de comandos por el dedo del partido y hasta el suyo. Pues cuando miraba a su lado para escoger dirigentes siempre estaban los mismos. Tenidos, eso sí, como leales al partido y su clase dirigente. Cada uno de ellos, como él mismo, tenía en los niveles medios y en los altos, por lo menos un padrino. Entre ellos había un ancestral contubernio que garantizaba en cierto medida que cada quien, los de abajo, arriba y en el medio, conservasen sus parcelas. Raimundo era distinto. Inteligente y muy afable en sus relaciones con todos. Discreto y comedido, tanto que con esos rasgos aumentaba la sospecha que era demasiado inteligente y ya estaba preparado. Locuaz, pertinente y acucioso cuando se trataba de enseñar y guiar a sus compañeros trabajadores, aclararles dudas y hasta aquietarles. Era pues un potencial líder, a quien los trabajadores, los del partido, independientes, quienes eran mayoría y hasta los pocos pero activos ñángaras, le tenían gran confianza y respeto. Era hora pues de cercarlo y eso significaba tomarle en cuenta y reconocerle el potencial que atesoraba. No podía permitir que otros, dentro de la misma tendencia partidista, le ganasen, menos los ñángaras y tampoco que tomase su propio camino y mañana mismo lo confrontase. Había una situación tensa dentro de la empresa. Un grupo de trabajadores, entre estos los ñangaras, estaban convocando un paro para llamar la atención sobre unos reclamos laborales de poca monta; a aquella acción se estaban incorporando muchos compañeros del partido y sospechaba que éstos venían tratando el asunto con Raimundo. Le paseó por los espaciosos jardines donde abundaban rosas, jazmines; musaendas artísticamente podadas, muestras, sensatamente escogidas y con buen gusto, de la infinita variedad de plantas de la majestuosa Guayana. Todo estaba bien y hasta exquisitamente distribuido. De un lado las ornamentales, de diferentes tamaños, colores en sus hojas y flores. De otro, los arbustos frutales, que aquella tarde lucían espléndidos y cargados. Naranjos, mangos, lechosas, cambures, guanábanas y otros cuantos más, ocupaban un espacio grande del inmenso jardín. Allí, en armonía, compartían aquel espacio, donde los exquisitos olores de frutos en sazón se mezclaban produciendo una sensación agradable y cambiante a medida que se recorre aquel encantador espacio. Aquí huele a guayaba, más allá a naranja, en aquella curva predomina el olor a níspero y así, a medida que se recorre aquel exquisito mundo íntimo del sindicalista, van cambiando los olores. Llegaron a una pequeña construcción, un tanto alejada de la casa, donde había un zoológico. Jaulas con pájaros, de aquellos de todos los colores, cajas de música, como dijese un poeta y de pronto, dando una vuelta detrás de aquellas, dos jaulas contiguas, grandes, fuertes. En una de ellas un león y en la otra un tigre. Se veían a través de la cerca de alambrón que les separaba. Así se pasaban la vida, rugiendo uno al otro, lo que ya era como un saludo en la mañana, uno de despedida en la noche y unos cuantos a lo largo del día, que eran como intercambio de opiniones acerca de sus vidas y deseos. Mientras caminaban, cada cierto tiempo, medido casi con equidad, aparecía uno o dos de los “asistentes” del sindicalista a cambiar el trago, servir algún aperitivo o simplemente a indagar si se necesitaba algo o las cosas bien marchaban. El jardín estaba cuidado con esmero. Las plantas, arbustos y árboles lucían sanos, esplendorosos. La tierra húmeda, bien regada y las caminerías limpias. A lo largo del recorrido, el sindicalista saludó y presentó a Raimundo a dos jardineros afanados en su trabajo. -“Este es brasileño, de un punto entre La Línea y Manaos, aquel otro me lo traje de Guyana y hasta le enseñé a hablar. A los dos les tengo aquí “mantequeados” y no me dejan mal.” -“Ahora Raimundo, entremos a la casa. Debo decirte que allá nos esperan además de mi familia, cuatro compañeros; dos sindicalistas del buró y la CTV; también dos políticos muy importantes del CEN del partido”. -“Quiero que sepas que a ellos llegó información acerca de lo que ahora ocurre en la empresa y el intento de los comunistas y sus aliados de pararle. Vamos a definir una estrategia para enfrentar ese asunto y para todos tú eres persona clave”. Marchando hacia la casa, por el lado opuesto a dónde habían entrado, encontraron una pequeña y bella réplica de ella. A Raimundo, aquello le llamó la atención y al fin rompió su mutismo, salió como de su asombro y sin dejar la timidez, se atrevió a preguntar: -“¿Esta casita qué es?” Una sonrisa de niño acompañó la pregunta. -“Es eso, como dices, una casita. Es una réplica de toda la casa. Se le construyó a escala para que mi hija menor juegue en ella. Está equipada con muchas de las cosas que hay en la casa grande, para que la niña juegue con sus muñecas”. Frente a la pequeña casa, Raimundo estuvo largo rato. Miraba a la casa grande y hacía comparaciones, comprobaciones y sonreía con la misma infantil dulzura de antes. No quiso moverse por un rato, pese que el sindicalista le insinuaba con premura que continuasen, sólo por no seguir haciendo esperar a las visitas. Al fin, sin decir nada, pero respirando profundamente, decidió continuar y en gesto inesperado, tomó por el brazo con confianza a su anfitrión y con suavidad le empujó hacia la casa grande. El sindicalista, por aquel gesto y sobre todo la suave presión sobre su brazo, sintió que había impresionado al muchacho y sobre todo había ganado su confianza y aceptación. Todo comenzaba a marchar sobre ruedas.

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