LLORANDO POR NO CANTAR . MI VIEJO AMIGO EXGUERRILLERO(Eligio Damas)
Llorando por no cantar. mi viejo amigo ex guerrillero
Parte I
Eligio Damas
Cuando a mi viejo amigo le velaban, alrededor de la urna, a una hora en la que el sol se aferra con más furia en esta ciudad que le tiene muy cerca, donde el techo es como más bajito, la poca gente que allí estaba, parecía tener cara de fastidio. Todos estaban presurosos de acabar con aquello y no tanto por el sol. Habían acudido al entierro de aquel familiar no por prolongar su compañía, un querer estar a su lado hasta dónde tanto y cuánto fuese posible, sino por un deber o una simple formalidad.
Había que enterrarlo o cremarlo y estar por allí, hasta para estar seguro, al viejo no se le ocurriese otra cosa. Sabían bien de sus habilidades de escapista, desarrolladas en aquellos tiempos cuando tuvo que lidiar con dictaduras o gobiernos no calificados así, pero hasta más represivos que aquellas, cuyas policías asediaban con olfato y furia de perro con mal de rabia. Eso, lo de acompañar al muerto hasta la tumba, lo habían visto desde que asumieron la rutina de la vida. Además, no hacerlo pudiera dar, a la gente, más que mala opinión del grupo familiar, motivo para hablar, hacer comentarios hirientes y pasar el tiempo.
Se celebra el nacimiento que es, en buena medida, una parada loca, porque es la misma oscuridad o cueva de donde emergen todos, y se llora, entristece o ambas cosas se fingen, sin tener tampoco la certeza del destino que, al muerto, le está deparado sabiendo o creyendo que alguien justo le espera para redimirlo.
Una vez excavando en un cementerio indígena venezolano, observé que, en las vasijas de cerámica, lo que ahora llamamos el féretro, hecho este de manera sofisticada para cobrar más por la muerte, junto a los huesos de difuntos, había utensilios de uso cotidiano que, el tiempo, no pudo destruir. Pero había rastros o señales de otras cosas. Eso lo había leído en textos escritos por quienes repetían lo leído en otros textos. Pude verlo y comprobarlo en la vida mía que era la muerte de aquellos primigenios habitantes. Era eso una muestra irrefutable que le habían embalado para un viaje largo. Se había ido por su cuenta o atendiendo a una señal u orden, sin opción de pasar desapercibido, a un mundo mejor y donde falta estaba haciendo. Tanto que la muerte era como un acontecimiento honroso. Celebrar aquello era coherente y entender un proceso inevitable. Sólo se despedía a alguien que iniciaba un viaje largo, tanto que debía llevar lo necesario para subsistir. No era el fin sino una nueva etapa. Un cambio de rol. Para los Incas, la muerte era un llamado del Dios Sol para que fuese a servirle en algo más trascendente. La rigurosa cultura de aquellos seres era poco dada a no formar servidores de Dios.
En nuestra cultura, ajena todo aquel mundo “salvaje”, calificativo dudoso y hasta impertinente, según lo que he escuchado y leído desde el mismo momento que me asomé a la vida, eso me dijeron para que me portara bien, predomina también la idea que la muerte no es más que el tránsito a otra vida. Los justos y buenos, todos los muertos “en el fondo lo son”, irán al cielo al lado del señor. El limbo fue cerrado, quedan el cielo y el infierno. Caronte poco trabajo tiene porque “los malos no abundan”, hasta es posible que, como vivieron en la tierra, allá en el cielo, se den muchas de las prácticas de acá. Es natural que de acá abajo se vayan cosas para arriba pese la omnipresencia y vigilancia divina. Los “caminos verdes” y los atajos suelen ser como creaciones divinas. ¡Lo malo siempre se pega! Por muy justo que sea el Señor, como lo es Francisco en la tierra, algún funcionario debe haber que de lo malo algo se le pegó. De “todo hay en la viña del señor”. Habrá allá, quienes, teniendo contacto acá, se encarguen de limpiar expedientes. Por eso, Caronte no sólo debe llevar arrumes de muertos al infierno; únicamente en la “Divina Comedia” se le verá ocupado montando muertos en su barca, yendo y viniendo, remando hacia donde están destinados a morar los malos.
En el entierro de mi amigo no percibí tristeza en la medida que debía haberla y sobre todo en quienes debían tenerla. Como dije, abundaba el fastidio y el deseo que aquello terminase pronto. ¡Quizás eran vainas del sol!” O quizás, habría que estar en el pellejo de quien lleva la carga, una muerte, aunque no se crea en el viaje divino, es un quitarse y quitarle a alguien un enorme peso de encima. Pero también es verdad que no todos los remeros echan el bofe y siempre habrá quien por azar o de manera estudiada se coloque en el punto donde la carga no pesa.
Tomé la palabra en aquel ritual, porque si lo hubo, por lo menos un cura se prodigaba en bendiciones y palabras de consuelo que se iban con el viento y achicharraban con el sol, pues allí eran pocos que de ella necesitaban, por lo menos porque aquel tipo se fuese.
Confieso que quise fastidiar diciendo lo que el muerto, siendo vivo, fue. No dejó nada de dinero. Apenas aportaba lo necesario para mantener la casa decentemente mientras tuvo aquella obligación. Más no podía, siendo apenas un insignificante artesano. Combatiente contra dos dictaduras, persistente perseguido político sólo por expresar sus ideas y cumplir con el deber de combatir por ellas. Dispuesto a ayudar a todo compañero de luchas que de él necesitase, hasta parte de su ingreso. El Dios de los cristianos y los dioses de las culturas primigenias, seguro le tienen a su lado y, hasta cuando llegó, si acaso lloraron fue de alegría al recibir aquella alma bondadosa. No supe de sus pecados, pues los lamentos que por su causa escuché, estaban sustentados en las mismas razones que a otros hicieron héroes; y menos de los motivos, siendo de la cultura mía, la misma que llora por la muerte. Es la misma contradicción que ahora en Venezuela, una experiencia novedosa, experimenta quien estimula al hijo que se marche al exterior, no sin razones para ello, pero sufre desde el mismo momento que sabe aquél planifica su partida. La felicidad está allá lejos, es un algo superior al convivir con los suyos.
Entonces, mi discurso de despedida al viejo amigo que se iba de viaje, más para favorecer a los suyos que por causarles dolor, como hizo siempre su motivo existencial, lo dediqué a resaltar como virtudes, que lo fueron sin duda, aquellas cosas de su muy rica vida, de la que tanto se lamentaban casi todos los familiares suyos allí congregados. Por supuesto, logré disipar aquel generalizado estado de fastidio y apresuramiento para acabar de una vez e irnos a otro sitio menos desagradable, no tanto por el espacio mismo, sino por el calor implacable. Los lleve a un sitio de interés, donde al parecer los presentes, su familia, sobre todo, se enteraron por boca de otro, sobre lo que significó la existencia de aquel hombre.
Percibí, a medida que hablaba, mes mostraban más atención, como deseosos que, el muerto no fuese lo que ellos creían; y al terminar acudieron presurosos hacia mí, a agradecerme y hasta como darme el pésame, pues parecieron darse cuenta de una verdad, aquella partida tenía dolientes y motivos para tener muchos más. Les hice sentir orgullosos de tener aquel ascendiente, de cuyas bellas y excelentes cualidades nunca se habían dado cuenta o se les habían olvidado con los años y la naturaleza egoísta y pragmática de la vida en la que estamos inmersos. Al final, percibí que, como yo, después de haber dicho aquello, que llevaba guardado por años, para ese mismo público, salieron del camposanto, orgullosos del hombre que allí dejaban enterrado.
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