ARTICULO DE OPINION. BUENAS TARDES QUERIDOS CAMARADAS, GRACIAS (Eligio Damas)

Eligio Damas From: damas.eligio@gmail.com To: George Diaz Tue, Aug 26 at 3:08 PM ARTÍCULO DE OPINIÓN. Buenas tardes queridos camaradas. Gracias. Eligio Damas Eligio Damas 15:06 (hace 0 minutos) para Aporrea Por los que llegan de EEUU a visitar al muerto. Llorando por no cantar Eligio Damas II Poco tiempo después murió otro amigo. Casi con las mismas virtudes del primero. Poco sabía de sus relaciones familiares. Como que tuvo una buena cantidad de hijos, la cifra estaba más allá de seis, entre los que predominaba el género femenino; unos vivían en Caracas, otros en EEUU, motivo este último, por el que hubieron de retrasar su entierro, para dar oportunidad, estuvieran todos presentes. Aquello de irse del país cundió mucho entre distintos sectores; la clase alta y los beneficiados por aquellos gobierno, creían pertinente que sus hijos estudiaran en universidades de prestigio mundial, aparte que las nacionales parecían como muy contaminadas con un modo de mirar la vida y engendrar sueños ajenos a lo suyo. Hasta los curas jesuitas parecían, como muy contaminados, de la inconformidad colectiva. Todos sus hijos e hijas estaban casados y con unos cuantos muchachos cada uno de ellos. Quienes vivían en Caracas, por esas razones de la modernidad, la excesiva ocupación que genera el buen vivir o el buen vivir genera, atender a los hijos, veían pocas veces a sus padres. Por supuesto, no es difícil imaginar, la ausencia, por no hablar de lejanía, dado que son cosas distintas, era más acentuado de parte quienes vivían en el exterior. Entre ellos muchas cosas comenzaban a borrarse y guardarse en algún rincón que, como un recuerdo grato, afloraba en los pocos momentos que lo permitía el buen vivir. Hablamos de “los buenos tiempos venezolanos” cuando todavía podíamos ir y venir, pues nuestros pasaportes y bolsillos estaban blindados, apertrechados y, a donde íbamos, éramos bien acogidos. Quizás, digo yo, no sé, podría haber otra explicación; como que, tomando en cuenta, el padre muerto, llevaba ya más de dos años padeciendo una enfermedad rigurosa, esa lejanía por alcanzar una mejor vida, una como tendencia muy acentuada en las clases altas y medias, para hallar cómo desarrollar las capacidades de cada uno, aprovechar las oportunidades que brinda la vida y nunca quedarse estancado y tantas cosas racionales y poéticas que uno escucha, casi todos ellos tenían mucho tiempo sin verle, pedirle la bendición en persona, darle un beso, un abrazo de aliento. Bastaba con acudir a los medios que brinda la tecnología, preguntar por su salud, mandarle un beso, como si lo que este significa y encierra la especie humana, puede viajar por un cable, llegar a los oídos, la piel y la simple imagen de una pantalla, con el mismo calor de la presencia. - “Hola padre, ¿cómo estás? Espero que esté bien. Por nosotros no te preocupes estamos bien. El carro que compramos ayer por cuotas balón está de lo mejor. Los muchachos encantados, nacidos y criados aquí no hablan sino inglés, por eso no te pongo al habla con ninguno. Confórmate con verlos en este video”. - “Mira, allá están sentados en orden. Cada uno está atento a su muy moderno androide, pegados están otros a sus respectivos móviles, mirando videos.” ¡Son vainas del progreso y la tecnología! Como si estos factores, aunque parece que así son ellos, en la misma medida que facilitan las tareas del hombre, van destruyendo la condición humana. No son hechos azarosos, no conducidos por una mano que impone una voluntad eterna y divina, sino resultados de la cultura que van imponiendo los intereses que manejan al mundo y el hombre colectivo se deja llevar por una racionalidad que va desintegrando la esencia de la vida y hasta la familia misma. Aquel no verse nunca entré sí, hablo de hermanos, primos, muchos de los cuales no se conocían personalmente, quizás unos pocos con otros, a través de videos y conversaciones por las redes, como tampoco muchos los cuñados, tomen en cuenta que hablo de una familia enorme y dispersa, convirtió aquel funeral durante tres días, en lo más parecido a una fiesta. - “¡Miren todos! ¡Acaba de llegar Oneyda!” Oneyda es una de las hijas de mi amigo acostado en aquel féretro y quien ya, antes, llevaba cerca de dos años en cama. Se trata de una joven mujer de unos 37 años, alta y elegante como su madre, que hacía su entrada a la funeraria acompañada de un hombre más o menos de su misma edad y tres jovencitos, dos varones y una hembra, más o menos entre los diez y quince años ellos. Vive en Houston, Texas, desde sus tiempos de estudiante, donde se graduó de ingeniero de sistemas, por lo menos eso dicen todos y allá se quedó contratada por una compañía, lo que le impidió volver a casa. Dificultad que aumentó al casarse y la llegada de los hijos. Quien advirtió su presencia fue una de las hermanas de Caracas, porque con frecuencia se comunica con ella por las redes y se miran a través de la pantalla, tanto como para percibir cómo ellas han venido cambiando. Los demás allí presentes no la hubiesen reconocido de inmediato si no hubiesen escuchado aquel grito de: ¡Acaba de llegar Oneyda!, acompañado de la señal acostumbrada que orientó la mirada de todos. Todos los allí presentes, salvo unos dos o tres de sus hermanos y su madre, no la veían desde que se casó. El matrimonio por la iglesia se realizó en la misma casa del obispo, en la Urb. Urdaneta de Barcelona. Su esposo es norteamericano y apenas, como sus hijos, pronuncia algunas breves frases en castellano aprendidas de su esposa. Por eso, al verla a ella, a su compañero y los jovencitos que la acompañaban, que imaginaron eran sus hijos, porque de ellos sabían que habían nacido y los veían por las redes, aquello se llenó de alegría, sonrisas, saludos hasta ruidosos y abrazos que no eran los apropiados cuando hay un muerto de por medio y menos en pleno funeral. - “¡Cònfiro Oneyda, estás igualita! ¡En nada has cambiado! - “Yo no lo recuerdo porque le vi fugazmente, pero por supuesto este es tu marido y esos tus muchachos. Pues sé que tienes tres. Cada vez que nace uno de ellos me lo informan”. - “¡Caramba, hermana, hermano, me alegra verlos! ¡Qué felicidad volver a estar al lado de ustedes después de tantos años!” - “¡Mira! ¿Te acuerdas de mi esposo, hermana, hermano? Y estos son mis tres muchachos. Aquel, el mayor, es John; esta, la segunda, es Jacqueline y el más pequeño, Thomas”. - “Muchachos, estos señores y señoras son sus tíos y tías. Los otros todavía no han llegado de fuera del país, pues como nosotros también viven fuera”. Aquello lo dijo en inglés y luego lo tradujo a los tíos que allí estaban, pues todavía no habían llegado los otros hermanos que vivían en el exterior, de ese conjunto, era la primera “invitada” en llegar. Por esto mismo produjo aquel revuelo y estado de ánimo que hizo olvidar al muerto por completo, incluso a mí mismo que sentí estar en medio de una fiesta, un reencuentro para la alegría. Pensé, ¿acaso no tienen ellos sus razones y motivos para sentirse así? - “Oneyda, ¿cómo te ha ido?” Preguntaban todas las voces a su alrededor. - “Pues muy bien. De maravillas. Tanto que tengo un esposo norteamericano y tres hijos nacidos allá y por supuesto también tengo la nacionalidad”. Todos celebraron aquello con abrazos y risotadas. Mientras tanto, el espacio donde estaba depositado el cadáver de mi amigo se quedó casi sólo. La esposa, afectada por la muerte de su compañero desde que ambos eran muy jóvenes, no se sintió tentada a salir a recibir a Oneyda, pese le advirtieron su llegada. Y luego siguieron las preguntas rituales, las relativas al sueño americano y se habló de lo maravilloso de la vida por allá, por lo que vale romper las amarras y dejar todo por detrás. ¡Hasta olvidarse de los vivos que acá quedan y también de los muertos, porque el olvido es una forma de matar o enterrar a alguien o algo! Un joven alto, oculto tras unas gafas oscuras, un pelo engominado, pantalones ajustados, desde la cintura hasta los tobillos, acompañado de una dama de tez rubia, cubierta la cabeza por un enorme sombrero rojo y los ojos también ocultos, y por dos jovencitos, casi de la misma edad de los anteriores, hicieron su entrada a la funeraria. Alguien, gritó, tal como antes gritaron: - “Llegó Roberto”. Todo el mundo, o mejor casi todo el mundo, se puso de nuevo en movimiento. Hubo un estallido de aplausos que provocó consternación en quienes visitaban al otro muerto. Oneyda, los suyos y quienes la siguieron cuando entró a saludar a la madre y echarle un vistazo al cadáver, salieron del espacio cerrado donde estaba éste y a la carrera fueron a recibir a “Robert”, seguidos por una pequeña multitud. Y volvió a reproducirse la escena de abrazos efusivos, alegres, nada de aquella pendejada de: - “Te acompaño los sentimientos. Acompañémonos en este dolor mutuo”. No, nada de eso. Aquello parecía otra cosa, sobre todo cuando los primos se iban conociendo, presentados por sus respectivos padres o entre primos. Estos se fueron organizando en grupos que hasta ese momento no eran muchos que digamos. Pero en cada grupo, donde estaba Oneyda, el gringo esposo de ésta; en el formado alrededor de Robert y su esposa gringa, Elizabeth, rebosaba la alegría, la felicidad de volverse a ver después de tantos años de ausencia o haberse conocido en aquel inapropiado sitio y momento. Y así fueron llegando los demás, como atendiendo a un guión, algo programado. Quien llegaba lo hacía por lo menos 45 minutos después del anterior y cada uno de los nuevos “invitados” llegaba con su grupo familiar y se volvía a repetir la escena, el barullo, el girar de un grupo que se disuelve para organizar otro y los abrazos y besos y alegría por volverse a ver y el “que felicidad me da volverte a ver después de tanto tiempo”. Y el repetir “pero no has cambiado nada”, como si fuese el mismo muchachito o muchachita que años atrás estaba entre las piernas de su padre que está allí muerto, solo, encerrado en aquella urna y nadie va a mirarle y decirle nada. Todos hablaban, preguntaban, querían saber lo pasado durante tantos años de ausencia o el no verse y, la alegría era tanta que, nadie se percataba que debía tener un dolor, ese olvidado que los volvió a reunir. Cuando todos los hijos estaban allí, sus nietos correteaban por los pasillos y estrechos jardines de la funeraria, gritando de la alegría de conocerse y estar allí reunidos y aquellos por lo mismo y los amigos y familiares por volver a verlos, estaban tan felices que nadie pensaba en el muerto, hasta la antes afligida esposa, por la llegada de aquella gente suya, alguna que no veía desde que cada uno cogió su camino, a otros nietos que nunca había visto, comenzó a contagiarse de la alegría de todos, su alegría, como un resucitar en aquella funeraria, sonreía, besaba y empezó a levantarse como con rapidez y energía cada vez que llegaba alguno y le gritaba “¡mamá o abuela!”. Tanto que, en un momento, ya formaba parte de la comisión protocolar de recepción y presentación que se formó en la puerta de salida, porque por allí salen muchos que nunca volverán a entrar, de aquella funeraria. Y el muerto se quedó solo, como se quedan los muertos. Y ella besaba nietos por primera vez, sin poder comunicarse verbalmente con ellos porque hablaban una lengua distinta a la de ella, lo que falta no hizo, pues usaron el universal de los gestos, besos, abrazos y movimientos corporales que eran, con los gritos, estallidos de alegría y manifestaciones de amor. De repente, cuando nadie le esperaba, porque allí nadie se acordaba de él, sus hijos se habían ido como los del muerto hacía ya muchos años y olvidaron todo lo que había que olvidar, hizo acto de presencia el “profesor”. Pese el muerto, era su colega, no fue al funeral por él. Llegó allí porque una hija suya que había llegado desde el extranjero adonde fue a estudiar a costa de su esfuerzo y no volvió más nunca, estaba en el funeral, porque era esposa de un hijo de “este pendejo que está acostado allí en ese féretro, un muerto antes de nacer”. - “¿Cómo iba a imaginarme yo que, una hija mía a quien envié a estudiar lejos, justamente iba a encontrarse en la misma universidad donde se había inscrito el hijo de este carajo allí muerto?”. Sonreía como siempre y, cuando entró a la funeraria, sabiendo que allí hallaría a su hija y nietos que no conocía, lo hizo con más entusiasmo porque se acercaba el momento de verla y además para darle rienda suelta a la alegría de ver aquel pendejo allí tirado y mudo para siempre. _ -"No hay duda que somos tan extraños que nos vamos lejos, a un país donde todo es diferente y lo primero que buscamos y más nos atrae es algo o alguien que tenga que ver con lo que dejamos. Esa vaina le pasó a mi hija, a quien se le ocurrió casarse no sólo con un compatriota suyo, sino con un carajito nacido en la misma ciudad donde nació ella, a quien aquí nunca vio y al verle allá se sintió atraída, habiendo tanta gente y distinta como para escoger. Y el colmo, optó por un hijo de este pendejo que allí está mudo.” “Quizás por esas vainas de uno que se va y hasta cree haberse ido, pero estando afuera, lo primero que busca es a los suyos, pero allá, mientras olvida a los que acá quedaron, por lo menos para reír con ellos, cantar todos los domingos y hasta ir de paseo por la orilla del mar y sentirles el pulso y los latidos de las vísceras. Ella vino por primera vez desde que se fue, justamente al entierro de este fracasado; es decir, le debo a él que mi hija haya venido; tan cruel es todo esto que, para verle y abrazar a mis nietos, hasta ahora desconocidos, tengo que estar en un sitio y en unas circunstancias despreciables para mí; pero debo verlos, quizás sólo regresen cuando sea yo quien esté allí acostado”. Pero él, el profesor no llegó sólo, tras él, porque le gusta ir adelante, entró su esposa; y la hija, al verlos entrar a la funeraria, no por el muerto, sino por ella y sus hijos, les gritó desde lejos: “Papá, mamá qué placer verlos”. Y “vengan hijos a besar a sus abuelos que no conocen”, mientras se desprendía del grupo donde estaba y dejó a su esposo, dirigiéndose a tres casi niños que le acompañaban; pero esto dicho en lengua extraña. El “profesor” medio hablaba esa lengua y pudo entender algo lo que tradujo a su esposa, quien sonriente y alegre se acercó a su hija después de “tanto tiempo” y, para por primera vez, abrazar a estos nietos. Esto hizo se formase un nuevo grupo de seis que festejó aquel dichoso encuentro. Los del grupo mayor, incluyendo a los niños que ya habían hecho amistad con los primos, se vinieron como una ola a saludar a los recién llegados y felicitar al grupo nuevo, casi en la entrada, por aquel feliz acontecimiento y aquello siguió pareciéndose a una fiesta, tanto que casi sentí el choque de las copas y, el muerto, en ese instante se quedó tan solo que sólo yo le acompañaba y como me suele suceder en los funerales, sumergido dentro de mí mismo y observando todo aquello. Me pareció que cada grupo que festejada la llegado de alguien, por esto y por verle después de pasados tantos años y conocer a nuevos miembros de la familia, esposas, esposos, niñas y niños de quienes se sabía su existencia, pese todavía no existía Facebook, pero no se les conocía personalmente o como solemos decir “en carne y hueso”, iba girando alrededor de cada nuevo grupo que se formaba al llegar nueva gente y hasta formar una ronda inmensa de círculos y en el medio, dentro del círculo más nuevo, pues a este se abría espacio para organizarse, giraba la esposa del difunto. Y las risas, aplausos, alegría de aquel momento, les hizo olvidar al muerto. Me quedé mirando todo aquello; y lo dije bien, solo miraba, porque la escena, sin voces y ruidos era demasiado elocuente. No me quedó duda, como no debe haberla en nadie que esto lea, que la muerte de mi amigo sirvió para resucitar afectos y alegrías en toda aquella gente. Debe estar feliz, pues su velorio fue un acontecimiento, un reencuentro, donde prevaleció la alegría, oportunidad para que los afectos brotasen, se conociese la familia esparcida y para que todos, con frecuencia, le recuerden en cada cumpleaños de su muerte, si no por él, por lo menos por lo que significaron aquellas honras que uno no puede llamar fúnebres. Y si vemos todo eso y, juzgamos inteligentemente, tiene mucho de aquella actitud filosófica de los indígenas o “salvajes” de América.

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