LA RABIA CON AMOR SE APAGA. LA VENTAJA DE SER VIEJO Y MAESTRO DE ESCUELA. DEL SENTIDO COMUN A LA DIALECTICA(Eligio Damas)

Eligio Damas From: damas.eligio@gmail.com To: George Diaz Mon, Jul 21 at 3:23 PM La rabia con amor se paga. La ventaja de ser viejo y maestro de escuela. Del sentido común a la dialéctica. Eligio Damas Nota: Hacer todos los días lo mismo, aburre. Leer, escribir hoy y mañana, como si fuese ayer, cansa. Es bueno sentarse a mirar las estrellas e intentar alcanzarlas. ----------------------- El sábado 19, anteayer, hablé ante un grupo de amigos, que tuvieron la gentileza de invitarme, acerca del mal manejo de las contradicciones de parte de quienes en Venezuela hemos soñado con cambiar el modelo y al mundo, lo que es la causa que parezcamos como un plato trizado. Hablé largamente, entre tantas cosas, como en la década del 60 en adelante, no percibimos, había tanta fuerza de nuestro lado, hasta dentro del ejército y, por malos diagnósticos, las dispersamos y hasta nos volvimos enemigos. Y, de eso, pareciera, aún, ni nos damos cuenta. Pues el sentido común y la dialéctica no suelen andar por el mismo camino. En veces, como dijo alguien, el sentido común es el peor de los sentidos. De esto habló Gramsci, aunque en verdad, es la más elemental y simple manera de acercarse a la realidad; pero lo confundimos con dialéctica. Ayer, a ese público, hablé de la dialéctica, hoy quiero hacerlo del sentido común. Pues lo que aquí narro, de acuerdo al sentido común, dado se trata de un asunto del común, pudiera hablar de un mal o pertinente proceder. Juzgue el lector. --------------------- Cuando salí del banco aquel viernes, al cual fui a retirar una pequeña cantidad de dinero, dado mis limitados recursos, para los gastos de fin de semana, aún temprano en la mañana, observé que, al otro lado de la avenida principal de Lecherías, en el estacionamiento donde había aparcado, un hombre pegaba papeles en los vidrios de las ventanas de mi viejo vehículo. Ya era yo un anciano o comenzaba a serlo, pues tendría setenta años y si bien me desplazaba lentamente, como siempre, por desgaste en las conexiones de dos de mis vértebras o hernias discales, veía con mucha claridad; tal como ahora mismo. Camino, como decimos los cumaneses, casi “gaspaleando”, pero veo afuera y adentro con claridad; en este caso no diré, “propia de un joven”, porque no es cierto sea habitual que juventud y claridad de miras sean concurrentes. Por eso, atravesé la avenida con “parsimonia”, impuesta por lo que ya dije, hasta llegar al espacio donde estaba mi cacharro y aquel hombre, que cuando llegué a él, empapelaba el vidrio trasero después de haberlo hecho con el de adelante. Por supuesto, dada mi excelente visión, a pesar de la edad, pude percatarme desde lejos que era un policía del municipio donde nos hallábamos. Cuando me le acerqué y pude hablarle, le pregunté la causa de aquello, después de identificarme como dueño del vehículo. “Usted”, comenzó a hablar el agente con furia, “ha violado la ley”. Su rabia era tanta que, ni siquiera me habló de una simple regla, norma o “está mal estacionado”, sino “ha violado la ley”. Procuró ser más duro al hablar conmigo, que lo fue con el carro, al cual seguía llenando de papeles. Quiso respaldar su mal gusto, rabia y exceso, en el aparato estatal, su monstruo y el mío. Los papeles con los cuales vistió, o disfrazó, carnavalescamente mi carro, hacían referencia a ciertas normas del tránsito vehicular en Lecherías. Yo, tranquilo, dada la ventaja que me daba la edad y las bondades de la vida, me limité a preguntarle, en un muy bajo tono de voz, para no estimular más su estado de ánimo que, con seguridad, nada tenía que ver con mi vehículo y las normas de tránsito, pregunté: “¿Puede Ud., señor agente explicarme cuál norma he violado?” Para hablarle tuve que levantar la cara, como buscando el cielo, pues aquel agente era un joven bastante alto, casi gigantesco y muy fornido. Además, como es habitual, portaba un arma de fuego y un “rolo” de goma sólido, ambos adheridos a las caderas. - “Pues, vea”, dijo el policía, “usted se montó sobre la acera”. Yo estaba consciente, sin necesidad de mirar en ese momento hacia dónde él me indicaba, cómo había estacionado mi vehículo. Cuando llegué a ese espacio, el único sitio donde podía estacionarme era ese. Estaba al borde del estacionamiento. Pese lo estrecho, había cabida para mí, dado el pequeño tamaño de mi carro. Solo pisé, hablando con exactitud, uno o dos centímetros de acera, como decir, en lenguaje coloquial, “de vaina si a esta apenas la rocé”. Y de paso, el piso del estacionamiento, sobrepasaba lo que era la acera. Por el estado de ánimo del policía, quien además de optar por aquella decisión tan exagerada, lo de empapelar el carro casi todo, tanto que, habiendo yo llegado siguió empapelando, cuando, dada la ausencia del conductor, con uno solo bastaba, dejando la nota de la infracción y multa, concluí que aquel personaje estaba atribulado por una cosa diferente a esa; sólo que halló en mí y mi insignificante infracción, si es que la hubo, en quién “cobrar su peo”. Por supuesto, él al verme, viejo y frente a él indefenso, se mostró más agresivo, pese yo intenté ser cordial, para que pusiese fin a su intemperancia. - “Señor agente”, le dije, “no creo eso motivo para que Ud., me haga acreedor de una infracción. Apenas el caucho roza la acera. Pero si cree que sí, pues limítese a hacerme la boleta respectiva y deje de seguir pegándole papeles al carro. “Por eso, yo podría demandarlo, por daños”. Y le advertí, “observe a su alrededor”. Por aquello, la iracundia del agente, el espectáculo de pegar papeles de manera inusual, ajeno a toda regla, mientras yo conservaba la calma, atrajo la atención de un buen número de personas que a los dos nos rodearon. Mi observación y lo inesperado, quizás para el agente, le detuvo, al mirar alrededor, se sintió como cuestionado o regañado, se recompuso, más cuando oyó a alguien decir, “llamemos a la alcaldía para que alguien de allá, con autoridad, venga a ver esto”. Dejó de pegar los papeles, hizo “una boleta” o aplicó una multa, que no me entregó a mis manos, sino con soberbia, me ignoró y la puso en el vidrio delantero del vehículo, pisándola con el limpiaparabrisas. Asumió una pose arrogante, elevó su enorme cuerpo, “sacó pecho” a modo desafiante, pero no se atrevió a decir nada a la gente que empezó a rodearlo y reclamarle su irrespeto. Por aquello, quizás, recuperó la calma y se retiró, ahora discretamente. Con la ayuda de algunos de los que se acercaron a observar aquello y hasta a cuestionar la actitud de aquel agente, quizás alterado por un asunto de otra naturaleza, pude quitar los papeles pegados al vehículo, aprovechando que la pega aún estaba humedecida. Tomé la hoja relativa a la infracción, pisada por el parabrisas, la guardé en mi bolso, abordé mi vehículo, después de hablar con la gente que todavía allí estaba, quienes me propusieron acompañarme a la alcaldía a poner la denuncia del comportamiento de aquel agente, lo que no quise, por motivos para mi fútiles. Más, era viernes y, como solíamos decir entonces, “era un sábado chiquito”. En el lenguaje coloquial se dice, “Dios ahoga, pero no aprieta” y el camino es largo y por serlo, más de una vez, los mismos nos volvamos a ver. Justamente, unas tres semanas después, siendo viernes también, cercano al mediodía, regresando de Lecherías a Barcelona, ya en los espacios de esta, en un punto de una avenida frente a un supermercado, vi desde una discreta distancia a un hombre joven, alto, muy alto, dentro de un uniforme policial. A ambos lados de su cuerpo, en el suelo, tenía depositadas dos enormes bolsas, pues al parecer, siendo lo que llamamos día de quincena y final de semana, había hecho el mercado semanal para su casa. Un autobús, justo en ese momento, había arrancado de ese sitio rumbo al centro de la ciudad; el agente, dado el aglomeramiento de personas y por las dos grandes bolsas que portaba no pudo acceder al vehículo. Al lado suyo quedaron también otras personas. Por el uniforme, la estatura y mi buena vista, pude distinguir que, quien quedó al borde de la acera, dejado por el autobús y el apuro de la gente aglomerada, era aquel iracundo policía que, me había, atropellado y hasta intentado humillar en Lecherías; o para decirlo en lenguaje coloquial, quien quiso “cobrar en mí, la vaina o el peo que, alguien importante o poderoso, le había echado o tirado en la cara”. Calculadamente, empeñado en ser siempre un buen maestro, pese nunca logre reconocimiento alguno, decidí “darle la cola”. Disminuí todo lo necesario la velocidad que traía, me acerqué a la acera, llegué exactamente donde él estaba y le dije de manera cordial, sonriente: - “Buen día agente, me alegra verle y prestarle ayuda. Suba, le doy la cola y lo llevaré a su casa. Con esto le pago el favor que me hizo”. Conté con que él no se acordaría de mí, más si esta vez, yo tenía puesto unos lentes oscuros, “contra el sol”, como se solía decir y una gorra. Además, no llevaba puesta chaqueta, como cuando él me puso la multa. Pasó por alto, a lo mejor no oyó bien, lo de “Con esto le pago el favor que me hizo”. Los sucrenses solemos decir, no sé si en otra parte también, “la manguangua le gusta a todo el mundo”. El policía vio aquella “manguanga” o “mantequilla” y no prestó interés del personaje que se la ofrecía de manera tan gentil; eso no le hacía falta. Colocó en el asiento de atrás las dos bolsas y ocupó el delantero; me tendió la mano a modo de saludo y me ofreció una amplia sonrisa. “Por favor”, me dijo el policía, “déjeme en el centro, allí me es más fácil tomar un autobús”. “No, no se preocupe yo le llevaré a su casa, el tiempo hoy me sobra”. Hice aquella oferta, después de enterarme por él mismo, en la inicial conversación, que no vivía muy lejos. No perdería más de media hora, de un tiempo que me abundaba. Lo llevé a la puerta de su casa. Se bajó, sacó sus dos bolsas, las colocó en el suelo y se acercó a la ventanilla a despedirse y darme las gracias, mientras me extendía la mano; yo, prontamente extendí la mía, tomé la suya, la apreté y lo atraje más hacia la ventana. “¿Ud., no sabe quién soy, no me recuerda? Eso le pregunté mientras sostenía su mano, no para que no la retirase, sino para transmitirle también por ese medio mi mensaje. Me miró, creo que detenidamente y después de un muy breve tiempo, me respondió: “No, recuerdo haberlo visto antes.” “Bueno, es posible”, le dije sin soltarle la mano. “Pues soy aquel a quien, en el estacionamiento de Lecherías, le cubrió su carro, este mismo, de papeles, por una infracción inexistente. A quien, seguro estoy, no le puso una infracción, sino le pasó una factura que no pudo cobrarle a otro. Por eso, al invitarle a abordar mi carro, le dije “con esto le pago el favor que me hizo. Y usted, no se percató de eso”. El intentó hablar, quizás me pediría disculpas y hasta me explicaría el motivo de su extraño comportamiento, pero me adelanté y le dije: “No, no se disculpe, no hace falta. Sólo medite sobre su proceder de entonces”.

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