POR NAVIDAD. DE CUMANA : CUANDO, "EL NEGRO" PEDRO PADILLA, ALCANZO LA "MAESTRIA DEL TOREO" EN LA PLAZA DE MADRID (Eligio Damas)

Eligio Damas From: damas.eligio@gmail.com To: George Diaz Wed, Dec 11 at 2:55 PM Por navidad. De Cumaná : Cuando, “El negro” Pedro Padilla, alcanzó la “maestría del toreo” en la Plaza de Madrid. (I) Eligio Damas Nota: Esta historia, donde realidad y ficción se mezclan, es parte de mi novela “El crimen más grande del mundo”, ganadora del premio Nacional de narrativa del Ipasme 2010. La pondré, en homenaje a Cumaná, por su reciente cumpleaños, los 200 años de la Batalla de Ayacucho y la navidad, que siempre me llena de bellos recuerdos y más de mi bella tierra nativa. Dada su extensión, la colocaré en tres partes. Vamos con la primera. El oasis del torero. Aquella choza rodeada por un corral de ramas de cují, colocadas unas encima de otras, que se veía desde el manglar, como un oasis en medio de la sabana, tenía un interés particular para él. De lejos, se veía envuelta por el resplandor que emergía del suelo y parecía vibrar y, a veces, como disolverse en los vapores. Por momentos daba la sensación de correr detrás de la sabana, cuando ésta se metía con violencia en el caserío. En ella nunca faltó agua; siempre había dos o tres barriles metálicos llenos, gracias a la paciencia y tenacidad del viejo Pedro quien hacía un promedio de diez viajes diarios a la pila de "Río Viejo", aquella que estaba al lado de mi casa. Iba y venía sin descansar, como un cristo, llevando dos latas de agua, de las de manteca "Los Tres Cochinitos"; cada una de éstas pendía de un mecate que, a su vez, se agarraba a los extremos de una tabla que, Pedro, colocaba a su espalda, a la altura del cuello, extendiendo los brazos a lo largo de ella para apoyarla en los hombros. La permeabilidad de la choza, cuyas paredes construidas con palmas de coco, que se introducían de un extremo a otro entre varas dispuestas en forma horizontal, dos en la parte de abajo e igual número en la parte superior, en paralelo, en ambos casos, permitía el paso de los vientos que, obstinadamente venían del norte y el polvo salitroso que ellos desprendían de la superficie de la sabana. De vez en cuando, los alisios se acercaban malolientes hasta el rancho, con olor a basura o carroña de por allá de los basureros, reino de los zamuros. Por el agua fresca que siempre se encontraba en el rancho del medio de la sabana; por el refugio contra el calor en horas de la canícula, aumentado por el salitre del piso que rebotaba con fuerza la calentura solar y por el esfuerzo de la caminata que le traía del manglar; por la sombra que brindaba el majestuoso cují, bajo el cual se hallaba cobijado el rancho, las ramas que hacían las veces de un segundo techo, y por el placer que se experimentaba entre la gente que allí habitaba; él solía detener su caminata. Aquel mediodía, como ya era habitual, saltó sobre la rústica cerca y cayó sobre el piso de sus alpargatas silenciosas, pero fue detectado, más por la fuerza de la costumbre, que por la agudeza del oído. Al caer sobre aquel piso blando, diferente al del resto de la sabana que lucía compactado, María de la O, desde el lado opuesto de la cerca y de espaldas al visitante, le habló, no sin antes hacer una seña a Pedro: ­ -“Lávate la cara y las manos en el aguamanil, muchacho, para que te tomes una sopita y una “ñinguita” de café”. Mientras hablaba, la vieja se levantó de la silla, de madera rústica y de piel de chivo, con una calvicie pronunciada. Al mismo tiempo que la O hablaba y se dirigía al interior del rancho a hacer los preparativos para cumplir con el ofrecimiento, él se acercó a Pedro, "el torero"; le dio unos ligeros golpes en la espalda y se sentó a su lado, en la silla desocupada por la vieja negra. -“Pedro”, - dijo con tristeza e hizo una pausa larga como si estuviese midiendo con precisión lo que quería comunicar- “algún día van a “toreá” en el estadio, vienen unos toreros de Caracas. Unos musiues, que están viviendo desde hace varios días en una casa allá en el camino de "Las Palomas", al lado de la curtiembre; están preparando todo y uno de ellos también va a “toreá”. Hablaba mirando hacia el suelo, escrutándolo con una varita que había desprendido del corral. Le daba lástima el viejo. Pero sentía muchos deseos de comunicarle aquello; una fuerza incontenible lo incitaba. Pero sabía, y por eso no quería mirarlo, que en ese momento le estaba reabriendo una herida. La nostalgia que, en el viejo Pedro, despertaría sus palabras, él la presentía. El torero, hermano de María de la O, era hasta ese momento, y no había elementos de juicio o registro histórico para desmentir esta creencia, el primer y único torero nacido en aquella vieja ciudad. Y Cristóbal conocía de su secreta aspiración, que ya viejo se le venía desvaneciendo, de montar una corrida allí. Y ese proyecto lo fue posponiendo, pese a su prestigio en una comunidad donde todos se sentían orgullosos de él, su pieza de museo; un torero nuestro; de un pueblo que, pese su rancia estirpe andaluza, había parido de todo, pero jamás un torero hasta el día que Pedro asumió aquel compromiso. Y en verdad, nadie tenía noticias que hubiese existido otro. Y había otra cosa en Pedro, o en la creencia de la gente, que era referida con orgullosa insistencia aquí y allá; era el único torero en el mundo que se había encerrado en un ruedo con una vaca y, después de lidiarla sin la intervención de picadores, la fulminó introduciéndole el estoque hasta la empuñadura. También decían, "es el único negro que en este bendito mundo se ha dedicado al oficio del toreo". Y cuando a algún paisano le llegaba visita, proveniente de otra ciudad, después de llevarla al castillo que, desde el desgastado cerro, inútilmente vigilaba, el orgullo andaluz conducía a su huésped hacia la sabana para que conociese a "el torero", el mismo que “toreó” una vaca, "a las que nadie lidia porque embisten con los ojos abiertos". Pedro había pospuesto por años su proyecto de montar una corrida en su suelo natal, aspiración que lo acompañaba desde su viaje de retorno definitivo, porque allí, con toda su cultura de jotas y folías, no se sabe porque carajo, nadie conoce “un coño de toreo". Tenía miedo que, pese su prestigio y al cariño que le profesaban sus paisanos, reaccionaran con furia, si no les agradaba el espectáculo. La semana anterior, sin que Pedro se enterase, en los sitios más concurridos de la ciudad, los cartelones anunciaron el espectáculo. En ellos, en cuatro colores, se dijo lo siguiente:

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