DE CUMANA : CUANDO,"EL NEGRO" PEDRO PADILLA, ALCANZO LA "MAESTRIA DEL TOREO" EN LA PLAZA DE MADRID (Eligio Damas)
Eligio Damas
From:
damas.eligio@gmail.com
To:
George Diaz
Thu, Dec 19 at 12:01 PM
De Cumaná : Cuando, “El negro” Pedro Padilla, alcanzó la “maestría del toreo” en la Plaza de Madrid. (III)
Eligio Damas
Nota: Esta historia, donde realidad y ficción se mezclan, es parte de mi novela “El crimen más grande del mundo”, ganadora del premio Nacional de narrativa del Ipas-me 2010. La he publicado en este espacio, en homenaje a Cumaná, por su reciente cumpleaños, los 200 años de la Batalla de Ayacucho y la navidad, que, “siempre me llena de bellos recuerdos”. Dada su extensión, opté por colocarla en tres partes. Vamos con la tercera y última.
Las dos anteriores se pueden leer siguiendo estos links:
https://www.aporrea.org/actualidad/a336843.html
https://www.aporrea.org/actualidad/a336991.html
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El viejo sudaba; hablaba emocionado, se acercaba a Cristóbal inclinando el torso hacia adelante; quería estar cerca para que el muchacho percibiese la veracidad de sus palabras. Que el calor del cuerpo y el fuego de la palabra le alcanzaran.
Una fuerte brisa se desprendió de por allá de los lados del manglar y se trajo consigo un cargamento de polvo salitroso. Al mirar hacia esa dirección, en el sentido contrario de los vientos, para observar el movimiento de la playa, tuvo que dejar de hablar, cerrar la boca fuertemente e inclinar la cabeza para que el viento polvoriento no le entrase en la boca.
Para hablar en la sabana, aún en el corral del rancho de Pedro, sin la protección del bahareque, había que hacerlo dándole la espalda a los vientos y mirando hacia la entrada del barrio.
Pedro observó que, en la playa, alguna gente correteaba y señalaba hacia el mar; de donde dedujo que se divisaban botes de regreso de pesca o se iniciaba el halar del tren hacia la orilla. Al instante, volteó a mirar hacia el lado del muchacho y le dijo en tono de confianza:
“¡Oye, se está animando la cosa en Castillito!”
Luego gritó en dirección al rancho, dirigiéndose a su hermana quien aún preparaba lo ofrecido al arribo del muchacho:
“María la O, veme preparando la camisa y la mara que parece que está llegando pescao. Y si son los botes que vienen del norte de la otra costa, hay cuna.Y de una vez ve montando el canarìn”
Hizo una pausa para organizar sus recuerdos y arrimó su silla más aún hacia el muchacho.
“Pues sí Cristóbal, hay que evitar el toque de los pitones, pero plantao. Esperar el embiste del toro y pasarlo suavemente, haciendo suertes con el capote o la muleta. Nada de ponerse a dar carreritas o brinquitos.”
El matador da dos pasos breves hacia los terrenos del animal; ligeros, como si tuviese alas en los pies. La bestia afinca las pezuñas en el piso duro. El viento sigue allá arriba, sin moverse, pero difundiendo su olor a mar.
El diestro reclama la embestida y el animal arranca. Capote en mano, el hombre lo recibe dando pasos ligeros hacia atrás y gira con elegancia y lentamente hacia su lado derecho. La bestia se fue veloz hasta las tablas. Aquel, de nuevo, da pasos breves y ligeros, esta vez al lado izquierdo.
“Esa suerte hijo mío, de citar a la bestia y no esperarlo plantao, es sólo para descubrirle sus mañas. Para probar sus derrotes.”
Fue el recurso del diestro para obligar al animal a decirle lo que no quiso a través del peón.
De pronto, en la plaza, hay un estruendoso aleteó y ensordecedores voces agoreras.
El matador cree haber visto lo necesario. Esta vez el toro fue franco y abierto. Se lanzó con todo su poder, tal cual era. Ya no había secretos. Además, siempre había sido un lidiador de pararse y esperar firme, como una estatua de ébano. Entra resuelto al medio y cita con energía y vistosidad a la bestia plantada ahora en el tercio de matadores.
Pero el matador aparece transformado; ya no parece el negro Pedro. De su boca alegre y ancha, de sonrisa fácil y dientes blanquísimos emergió, en el instante mismo que con un ¡ajá toro!, alegre y enérgico, citó a su contrincante, un filoso y largo pico de zamuro; sus pies, antes calzados por unas puntiagudas zapatillas en blanco y oro, se cambiaron por unas garras que se hunden en el duro y cuarteado suelo de la sabana.
Allí está, firme; enterrado en el suelo, en su sabana. Cita de nuevo; el animal toma impulso en el piso compacto y arranca con fuerza. El matador con las garras juntas, el capote de brega tomado a las dos manos y tocando el suelo, lo recibe y se lo lleva largo, suavemente. Gira sobre sus garras, las afianza de nuevo y vuelve a citar de frente; el toro vuelve a la carga y el torero, al tenerlo a su alcance hace una linda maniobra y lo pasa rozándolo con su cuerpo.
“Así estuve Cristóbal, un tiempo largo. Parado ante cada ataque de la bestia. Firme al recibirla, como mandan las reglas más nobles y respetables del toreo; la pasaba con el capote. Luego citaba; al pasarla a mi lado lo cerraba, giraba en contrario e iba a ubicarme un poco más allá, para repetir la maniobra. Allí mismo, plantao en el suelo de la plaza.”
El toro iba y venía y el matador allí, cómo enterrado. Moviéndose, sólo para pasarlo y tomar nueva posición. Arriba la zamurada acechaba, esperaba el desenlace. Así, solos en la sabana, con las rapaces aves que arriba revoloteaban por testigos, lidiador y animal bregaron largo rato; tanto que el sol, refulgente al momento de iniciar la corrida, comenzaba a dar bostezos, sentía la obligación inaplazable de marcharse.
“Sin percatarme del tiempo y de los cambios, de golpe encontré la muleta en la mano derecha.”
“¿Y los picadores?”, preguntó el muchacho con ansiedad, en el estudiado momento que se atrevió a interrumpir al viejo matador. Y ya más animado, volvió a dirigirle la palabra:
“¡Viejo!, ¿no le avisaron el inicio del segundo tercio? ¿No escuchó usted la música y todo el aspaviento que se hace para llamar a los picadores y banderilleros?”
“En verdad - reanudó su charla el viejo lidiador, mientras miraba los espejismos de la sabana y pedazos de ella que viajaban como en burbujas de fuego, allá por encima del mar y los copos de los árboles de mangle. “En verdad, repitió pensativo, como cansado - yo no recuerdo qué pasó, ni nunca supe quién me puso la muleta en la mano ni cómo había llegado al tercer tercio sin pasar por el segundo. ¡Seguro fueron cosas del toro!”
Esta vez "el torero" de la sabana lanza la muleta a un lado y comienza a dar saltitos de zamuro alrededor de la bestia; ésta embiste con toda la fuerza, rasga la atmósfera y produce un estruendo; miles de luces de colores intensos se hacen ver en aquel atardecer de la sabana. Arriba, la zamurada se agita y le imprime mayor velocidad a su vuelo. De nuevo comienzan a moverse con lentitud. Mientras tanto, al pasar el cuadrúpedo al lado del singular lidiador, éste le hunde su filoso pico y rápidamente, con los brazos abiertos, da un sutil y elegante salto de zamuro hacia atrás y queda fuera del alcance de la bestia.
El bravo animal sintió los efectos del ataque del lidiador. Detuvo su desenfrenada carrera, giró lentamente buscando a su enemigo, le miró largo rato, mientras por la herida abierta comenzó a manar abundante sangre que se escurría por las grietas sedientas de la sabana. Enterró las pezuñas en el suelo duro, tensó sus músculos, tomó impulso y se lanzó derecho en busca del cuerpo que, con los brazos abiertos y un pico largo, como una espada, al frente , bailaba con la agilidad y la elegancia del zamuro; y arriba, como techando la sabana, seguía el acechar de las rapiñas.
¡Matador y bestia bregaron largamente!
“¡Por fin! - dijo el viejo Pedro- vamos Cristóbal, acompáñame a buscar el almuerzo. ¡Los botes vienen cargaos! Me ayudas a sacá el pescao del bote pa' la playa y con lo que nos toque nos venimos a hacer un sancocho y mientras tanto, por el camino termino de contarte esta historia”.
Antes de enrumbarse a la playa, los contertulios tomaron el poco de sopa y café que la vieja María de la O, al fin les sirvió.
Muerte del toro
- “¡Al fin, Cristóbal!, me cansé de darle pases a aquella bestia que de nuevo cerró los ojos. Tuve miedo que se agotasen mis fuerzas y por eso decidí poner fin a aquel combate”.
- -“El magnífico animal estaba agujereado. Mi espada entró varias veces en su cuerpo y dejó la arena de la plaza saturada de sangre. Pero seguía allí, correteando la plaza y embistiendo. Menos mal que pude percatarme que aun así sus fuerzas declinaban”.
El sol lanzaba sus últimos destellos. Allá en el horizonte, apenas se percibía su aureola y la zamurada comenzaba a impacientarse.
Las grietas del suelo de la sabana aparecieron ahora anegadas de la viscosa y casi negra sangre que del noble cuadrúpedo destilaba por cada una de las heridas abiertas por el pico del matador.
En el pequeño espacio de la sabana que alumbra la luz solar se citaron de nuevo, frente a frente, los singulares combatientes de aquella inédita corrida.
Una suave y fresca brisa de nuevo impregnó de olores marinos el espacio; y el negro torero, de pico largo y garras de zamuro, respiró profundo. Y un ¡ajá toro!, gritado casi hasta reventar los pulmones, rompió el sepulcral silencio de la plaza; en aquel momento del tercer tercio, la zamurada giró sin orden ni concierto.
- “En aquel instante Cristóbal, me puse tenso. Toda mi energía la concentré para ejecutar la suerte de matador. Levanté la espada y cité al animal con autoridad”.
La sabana se estremeció al arranque de aquel vigoroso animal. El torero esperó el ataque firme por un instante; aspiró profundo nuevamente el aire de la sabana, dio dos pasos firmes adelante y su pico entró veloz hasta las profundidades de la bestia.
-“Le metí el estoque hasta la empuñadura a la altura del testuz. Dio tres pasos vacilantes hacia donde yo estaba plantado con los brazos en alto. Y luego dos hacia atrás. Se dejó caer lentamente y se quedó inmóvil. Pero sus enormes ojos se mantuvieron abiertos. Al instante percibí que estaba muerta”.
“La plaza se volvió un manicomio. Tres días anduve en hombros de los aficionados”.
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