CRONICA DE CUANDO MI PADRE LE PISO LA MANGUERA A UN BOMBEROLLEGADO DIRECTAMENTE DE CHINA(Eligio Damas)
Crónica de cuando mi padre le pisó la manguera a un bombero llegado directamente de China
Eligio Damas
Por mi avanzada edad, lo ocioso que esta circunstancia suele generar en muchos y dado lo aburrido y envejecedor que puede ser eso si uno se duerme, cual, el caimán expuesto a las mañas de la corriente, escribo lo más que puedo y hago otras cosas, como que, anoche vi extasiado el juego de Venezuela y Brasil, donde pese disfrutar el empate, me incomodé por lo necio, infantil y payaso que es el tal Vinicius jr., el futbolista brasilero. Por eso de no querer entregarme ni generar lástima, reanudé lo de escribir mis memorias, lo que hago a mi estilo. Nada de escribir como si marchase en una fila y con un uniforme puesto, tal que enmohecido, sino danzando, intentando mostrar que, no solo sigo vivo, sino ágil. Más si hace poco terminé de leer por segunda vez “Contar para vivirla”, las memorias del Gabo. Y entre tantas cosas alusivas a mi padre que allí, en mis memorias, ya llevó escritas, está esta. He escrito 163 páginas y apenas empiezo.
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A mi ciudad llegaban muchos circos, así vimos, por los alrededores de la plaza la copita a Blacamán, el prestidigitador, aquel que hacía desaparecer las cosas cuando estas debían ser discretamente trasladadas de las manos de alguien previamente escogido y con él acordado. Y al pájaro enjaulado, desaparecer, casi ante los ojos nuestros, con solo interponer un mantel, una manta o un gran pañuelo, entre la jaula y la mirada de los espectadores. Eso, entre los muchachos, nos lo explicábamos diciendo que, el prestidigitador, en este caso Blacamán, había hipnotizado a todos los presentes, lo que nosotros entendíamos como si los hubiese dormido a todos el tiempo necesario, para sacar el pájaro de la jaula y esconderlo. De la misma forma, luego lo hacía aparecer en su jaula, lo que significaba que nos volvía a dormir. Pero había los insomnes, personajes extraños a quienes el prestidigitador no podía dormir y veían lo que en verdad acontecía y, algo extraño, según contaban, entre tanta gente, él detectaba la presencia de aquel, a quien no dormía, cautivaba o engañaba y se le convertía en un peligro, una amenaza o por lo menos estorbo.
Y también vi en el mismo espacio, al “Retablo de Maravillas”, aquel grupo de bailarines de la cultura tradicional venezolana, dirigido por Rodríguez Cárdenas, donde una jovencita, de apenas un poco más de quince años, era la estrella principal o por lo menos que yo recuerde, la que más entusiasmaba al público, Yolanda Moreno.
Mi padre, además de escritor, poeta y muchas cosas significativas, entre sus amigos, tenía fama, yo lo escuchaba, pero no tenía idea de que cosa me hablaban, pues para hacerme entender, recordaré que mi padre murió teniendo yo apenas 10 años, de ser hipnotizador, lo que para mí significaba que podía dormir a la gente y ponerla a hablar lo que hasta en estado normal había olvidado, exponer lo oculto, íntimo y guardado y hasta hacerle ver al hipnotizado lo que el hipnotizador quería. Nunca tuvo necesidad de hipnotizarme porque sabía bien lo que siempre quería, tanto que se adelantaba a mis deseos. Y era mi padre, eso sí lo sabía bien, un hipnotizador al hablar, en estas circunstancias las palabras salían de su boca llenas de sabiduría, armónicas y como encantadoras para ganarse la atención de quien le oyese, pues siempre sabía decir las cosas más complicadas en el tono, armonía y contenido necesario como para cada quien oyese a gusto y hasta placer.
Y saco a relucir a mi padre, porque siendo yo muy niño, asistí con él a la actuación de un prestidigitador de origen chino, en el recién inaugurado cine Pichincha. Según recuerdo, por las maledicencias del lenguaje popular, el fundador de aquel cine, era esposo de una dama hija de un personaje que había sido figura importante del gomecismo y, como es habitual en nuestra cultura y en la del mundo, quienes pasan mucho tiempo en el poder u ocupando cargos importantes, hasta por actos de prestidigitación, atraen el dinero. No teniendo él aludido mucho que hacer, el suegro le accedió los recursos para que construyese aquel local, fundase el cine y tuviese algo de lo que ocuparse y desplegar sus dotes o habilidades.
En los "cartelones", así eran llamados aquellos instrumentos de propaganda con avisos dibujados y escritos en papel, colocados en marcos de madera, unidos por un cartón usualmente grueso y resistente, que se colocaban en sitios “estratégicos”, por donde circulaba la mayor cantidad de gente y sobre todo aquella que tenía la capacidad y hasta potestad de difundir lo que fuese, tres días antes apareció el anuncio del espectáculo del “mago, “llegado”, según los "cartelones", “de la china directamente a Cumaná”, que hacía cosas nunca antes vistas, increíbles y asombrosas, como esa de dar un salto de la lejana China y caer de pie en la ciudad del Manzanares. Al día siguiente de la actuación del chino en el Pichincha, yo un niño de 8 o 9 años, le pedí a mi padre me llevase a ver aquello que tanto se comentaba y tenía admirada a casi toda la ciudad. La primera noche, muchos de mis amigos me lo comentaron, pues habían asistido al espectáculo. Habían visto al chino hacer sus actos de magia en el cine y quienes no, sino que se guiaban por la oralidad y como tal, hasta las invenciones usuales de cuando un cuento o narrativa pasa de un oyente a otro.
Mi padre, por eso no lo olvido nunca, además de sus dotes intelectuales de las cuales supe y sé, pese haber muerto siendo yo muy niño, nunca lo olvido, era muy dado en complacerme y por esta bella disposición suya, me llevó a la segunda noche de actuación del mago chino.
El espectáculo comenzó tal como decían los cartelones, con unos actos iniciales de poca trascendencia, de los cuales nada recuerdo, pero que fueron del agrado de la gente y muy aplaudidos. Hasta que llegó el instante de la salida del mago “venido directamente de la China”, como decían los cartelones. Después del final de aquellos primeros actos, la larga cortina que ocultaba el escenario, que se abría y cerraba al final de cada actuación, fue recogida; la luz en todo aquel el ambiente se hizo mortecina, tanto que, la imagen de quien estaba al lado de uno, mi padre estaba a mi lado o yo al suyo, casi se nos hizo invisible. Arriba, en el escenario y en el centro, vimos una mesa más o menos grande; sobre ella, una jaula y, dentro de esta, un pájaro pequeño que, al parecer, trinaba alegremente y, digo al parecer, porque la magia es capaz de todo. Pocos segundos después, detrás de la cortina de la izquierda, apareció, con paso lento, con la cabeza baja, como mirando el piso de madera que, era por cierto bastante irregular, quizás evitándose caer, lo que hubiera sido muy malo, tratándose de un personaje como el esperado, tal que un banderillero que, al arranque en busca del toro, se tropezase y cayese a la arena y a las patas de la bestia, el ya muy prestigioso mago chino.
Empezó por hacer lo que ya me habían contado, mover sus manos y dedos como quien toca un arpa inexistente, lo que ya era un espectáculo, pues sus dedos parecían bailarines que danzaban en el aire. Tomó un pañuelo muy grande, colocado encima de la mesa, lo agitó primero sujetándolo con la mano derecha por una de las puntas o esquinas, luego entre los dedos, índice y pulgar, de la mano izquierda, tomó otra punta del pañuelo y lo extendió a la vista del público. Era un pañuelo cuadrado y de buen tamaño todo color amarillento. Luego lo agitó quizás con la intención que sólo era eso un pañuelo suelto.
Hizo una ceremonia, como una manifestación de humildad y declaración que en todo lo que haría imperaría la pureza. Mientras aquello sucedía en el escenario, yo tomé las manos de mi padre, giré la cabeza para mirarle y lo percibí demasiado atento a lo que arriba en el escenario estaba sucediendo. Mi padre, pese le apreté la mano, como llamándole la atención, cosa propia de un niño más en medio de la semioscuridad y lo misterioso de aquello, no bajó la cabeza a mirarme. Por lo que volví mis ojos y atención hacia el escenario y el mago chino.
Hizo el mago un gesto a modo de petición de ayuda y, de unos de los rincones, detrás del escenario, apareció y llegó hasta él una linda jovencita también china. Por indicaciones del mago, estando colocada frente a él y de espaldas a nosotros, tomó uno de los extremos del pañuelo y se fue girando, cambiando de manos para tomar el pañuelo, hasta colocarse al otro extremo, de manera que la mesa, la jaula y el pájaro desaparecieron de la vista nuestra.
El mago hizo un ritual, se colocó de manera que, al lado izquierdo de su cuerpo, todo quedase frente al público; sostenía el pañuelo con su mano izquierda; con la mano derecha hizo un movimiento, como quien da una orden y la joven soltó el pañuelo. Detrás todo estaba como antes. Fue ese un gesto o acto para demostrar que, al segundo movimiento, el cual sería muy rápido, nada debía impedir que jaula y pájaro y, hasta la mesa, siguieran en su sitio.
El mago, cuidando que el público siguiese viendo la jaula y al pájaro que dentro de ella estaba, hizo que la joven ayudante volviese a tomar el pañuelo y esta vez, con rapidez, uno o dos segundos y, casi con violencia, retiró el pañuelo y la imagen volvió a ser la misma, detrás de éste estaban mesa, jaula y dentro de esta el pájaro.
El mago pareció sorprendido, se rascó la cabeza, volteo su cuerpo y mirada al público, estuvo un largo rato como escrutando las miradas dirigidas hacia él y las que no también, pese lo tenue de la luz. La fijó cierto tiempo, justo hacia el espacio donde estábamos mi padre y yo. Se dirigió a un lado del escenario, bajó lentamente las escalerillas, caminó por el pasillo del centro que permitía la entrada y salida del público, ocupando los asientos de los lados y llegó justamente donde estábamos nosotros dos. Se acercó a mi padre, le dijo algo al oído; mi padre se levantó de su asiento y me dijo, “quédate, debo salir, alguien me solicita en la salida, parece algo urgente. Pero no te muevas, ya regreso”.
Mi padre se dirigió, por el pasillo central, el mismo donde estaba parado el mago, pero en dirección contraria, hacia la salida. El mago chino, al verle salir, regresó al escenario a reiniciar su acto. Yo entendí, en ese momento, pese luego olvidé eso por el impacto que me causó todo lo puesto en escena, que el mago, por serlo, había escuchado o adivinado que, alguien solicitaba, en la entrada, a mi padre y tuvo el bello gesto de acercarse a él a advertirle.
Al finalizar el espectáculo, regresadas las luces con todo su brillo, estando aun la gente saliendo del local, aunque algunas todavía permanecían sentadas y hasta aplaudiendo, regresó mi padre a buscarme. Nos fuimos y yo, emocionado, le conté, cómo el mago hizo aparecer y desaparecer, jaula y pájaro tres veces seguidas, con soltar y recoger el pañuelo.
Tiempo después, no mucho, recién muerto mi padre, lo que fue para mí una conmoción, un dolor que sólo volví a experimentar con la muerte de mi compañera, ahora en la ancianidad, comenté a alguien lo acontecido; los actos de magia del chino y la salida de mi padre. Por primera vez me pregunté y pregunté aquello a la persona con quien hablé, un señor familiar nuestro, íntimo de mi padre a quien llamábamos Papá Tino, quien, si mal no recuerdo, tenía por nombres, José Agustín. Éste, sin darme más explicaciones, yo tampoco puse interés en pedirlas, me respondió, “sucede hijo que, los bomberos, cuidan mucho no pisarse las mangueras”
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