A LA SENADORA NO LE GUSTO LA CECINA(Eligio Damas)
A la senadora no le gustó la cecina. “Jodiendo a un vivo o una chiva”
Eligio Damas
Nota: De mí novela inédita, “Cuando quisimos asaltar el cielo”.
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Miró con poco interés por la ventanilla empañada del autobús, ya en los alrededores de San Cristóbal, justo cuando un ovejo atravesó velozmente de un lado a otro de la carretera, por delante del vehículo, perseguido por un hombre y un niño, quienes intentaban enlazarlo.
Aquella imagen le remontó unos años atrás, al mercado de su ciudad natal.
-” ¡Buenos días, buen señor! ¿Cómo está su salud?”
- “Perfectamente senadora y... ¿la suya cómo anda?”
- “Mejor no puede estar, amigo mío”.
La “senadora”, una dama de avanzada edad, quien había pasado los últimos diez años de su vida en el exilio, entre México, unos países de Centroamérica, y luego a su regreso al país, en Caracas, andaba de visita en el mercado público de su ciudad natal. Es todavía esto un extraño y como infantil ritual politiquero para, como suelen decir entre sus íntimos los mismos que acostumbran practicarlo, “darse un baño de pueblo”. Detrás de ella, era difícil saber si acompañándole, sirviéndole de guía o guardándole las espaldas, iba una pequeña corte que se detenía o avanzaba, según lo que ella hiciese.
- “¿Qué tal está la cecina de chivo?
Preguntó, refiriéndose al contenido de una “mara” colocada en el suelo, frente al local que atendía el hombre a quien se dirigió.
- “¡De primera! Mejor que esa no va a encontrar ninguna en el mercado. Me la trajeron del norte, de la península de Araya.”
No hay quien sale mejor un pescado o chivo que la gente de esos lados. Más que salarlo, deshidratan, aprovechando el solazo propio del área. Sumergen lo que van a salar, cuidando se trate de lonjas delgadas, en un envase de agua salada; puede ser de la mar misma, la dejan hidratar y absorber sal por breve tiempo y luego lo exponen al sol durante todo el día. Al éste declinar, recogen lo expuesto, le protegen de lo que pueda dañarlo y de ser necesario, al día siguiente lo vuelven a exponer a los rayos solares. Queda deshidratado y limpio, aparentemente sin muestra alguna de sal. El sol se encarga de que al final la cecina quede atractiva y agradable paladar. El secreto de todo está en lo duro que allí pega el sol.
- “¿Cuántos kilos hay en la mara?”
- “Seis”.
Observó con detenimiento la cecina, hizo que uno de sus acompañantes tomase un pedazo para mirarla aún mejor. La olió y aspiró tres o cuatro veces seguidas; por su rostro inmutable se pudo percibir que le agradaba, pero no parecía haberse decidido. Solicitó al vendedor el precio; ante la respuesta de aquél, hizo un gesto condescendiente, pero aun así comentó:
- “Esta cecina, al parecer, está muy buena. Pero observo en algunas partes de ella abundantes residuos de sal; como si estuviese vieja o mal salada.”
- “¿No tendrá usted guardada por allí una mejor que ésta?”
- “¡Claro que sí, senadora! En casa tengo otra de excelente calidad, más o menos de siete u ocho kilos, uno o dos más que esta, recién llegada de Araya. Eso sí, esa es un poco más cara y tendría que venir por ella mañana”.
- “No hay problema”, dijo la senadora,” mañana a esta misma hora vendré por ella. Apártemela, no vaya a venderla a nadie. Cobre lo que crea que vale.”
- “Descuide senadora. Venga mañana, es suya.”
Aquel hombre, pequeño comerciante, con la habilidad y ligereza propia del pueblo; con un muy buen sentido del humor, sonrió con malicia, mientras movía con parsimonia la cabeza, hundida entre los hombros, de derecha a izquierda.
Cuando le llegó la hora de cerrar el reducido local, al cual devolvía infinidad de cosas exhibidas afuera, tanto que debía presionar las puertas, ayudado por alguien, para que todo quedase adentro, se cuidó de dejar la cecina donde estuvo toda la mañana para llevarla de vuelta a casa.
Bajó una mara de la maleta del vehículo que habitualmente le llevaba y traía del mercado; la introdujo a su casa suspendida por la mano derecha, y la depositó en el patio interior de la vivienda, justo en el mismo sitio donde ponía a secar las huevas de lisa.
A esa hora, como era frecuente, estaba visitando a la familia del amigo mercader, donde se le trataba como si a ella perteneciese. Gozaba del cariño y de la confianza absoluta de todos. Tanto que el viejo, el mismo que acababa de llegar con la cecina de chivo, quien no tenía dudas en entregarle enormes cantidades de dinero, en distintas circunstancias, sin recibo ni sacar cuenta alguna para que se le llevase a su casa.
- “Ayúdame con esta vaina que vamos a” jodé” a un vivo. O mejor a una chiva”.
Eso le dijo, mientras colocaba la mara en el patio. Agarró la manguera y procedió a llenar una ponchera de aluminio que allí se hallaba para aquellos menesteres.
- “Vamos a remojá esta cecina hasta que se disuelva toda muestra de sal que se vea. Tengo que salir. Cuando esté bastante remojada, la revisas y estruja, donde veas sal pegada hasta que se caiga; ya limpia, la sacas de la ponchera, la vuelves a colocar en la mara y la dejas soleando por un buen rato”.
“Pero ten cuidado no se seque totalmente. Déjale cierta humedad y retira la mara del sol. Ponla debajo de aquel techo y la dejas allí. Yo, me encargo, luego del resto.”
Lo “del resto” reservado para él, consistió en frotar suavemente, con un trapo húmedo de aceite vegetal, la cecina una vez un tanto seca, para borrar toda señal dejada por la sal y darle cierta brillantez.
- “Buenos días amigo”, saludo la senadora quien llegó sigilosamente como la vez anterior y acompañada por las mismas personas de antes.
- “Hola senadora, ¿Cómo le ha ido? Ahorita mismo estaba pensando en usted porque allí le tengo lo encargado.”
- “¡Ah! ¡Qué bueno! Cuánto le agradezco su interés. Ahora mismo me marcho a Caracas y no quería irme sin llevarme una buena cecina.”
Esta vez la mara se hallaba dentro del negocio. No quiso ponerla fuera porque le interesaba impresionar a su “exigente” clienta. Tenía, además, necesidad de disfrutar la reacción de ella al observar la mercancía que le tenía reservada.
Tomó el original envase dentro del cual se hallaba la “nueva cecina”, salió del estrecho espacio del negocio y se colocó frente a la compradora:
- “Vea la delicadeza de lo que he traído especialmente para usted. Sólo que por la calidad y mayor peso esta vale más que la que le mostré ayer.”
La senadora miró la mercancía, abrió desmesuradamente los ojos, sonrío con particular satisfacción y:
- “¡Gracias amigo! Esto es una especialidad. Cobre lo que vale. Le agradezco infinitamente este hermoso gesto y dedicación por complacerme.”
La senadora, era de las pocas personas que por su condición profesional y hasta origen social, vínculos estrechos con mucha gente de la más ignorada por la soberbia oficial, se podía esperar una actitud de vigilancia para que se observase el debido respeto a los derechos de la gente. Pero esa esperanza quedaba diluida o por lo menos sin fundamento en uno, quien formó parte de una insignificante maniobra o triquiñuela popular e inocente, de lavar una cecina y mantenerla húmeda, para que ofreciese una apariencia diferente y hasta pesase más. Proceder, por cierto, que no quita para nada calidad a la cecina de la costa oriental y posibilidad de hacer con ella un exquisito condumio. El único cambio real y cuantitativo, más por hacer una travesura y generar una historia que ha sido contada tantas veces, estuvo en el nuevo y mayor precio que tuvo que pagar la senadora.
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