CUANDO LA PROFESORA CUMANESA ZENAIDA VARELA MAGO ME CONVIRTIO EN SUBVERSIVO (Eligio Damas)
Cuando la profesora cumanesa Zenaida Varela Mago me convirtió en subversivo
Eligio Damas
Cuando fui a Cumaná, al velatorio y entierro de mi prima Noema Fuentes Serrano, hermana de un intelectual y abogado Julio Fuentes Serrano y un notable médico cumanés que fue gobernador del Estado Sucre, dado su prestigio profesional y su don de gente, Arquímedes Fuentes Serrano, hijos ambos de otro intelectual amigo de mi padre y de una tía de mi madre, la tìa “Chila Serrano”,me encontré, para mi grata sorpresa, con mi profesora de historia en el segundo año de “bachillerato”, como decíamos entonces, Zenaida Varela Mago .
Para decir una pendejada que a nadie importa, pero ayuda a comprender nimiedades, diré a la gente que suele leerme, que mi segundo apellido, el de mi bella madre, es Serrano. Me llamo Eligio Jacinto, como mi abuelo materno, Eligio Serrano, pescador de profesión y por la supervivencia y el paterno, Jacinto Damas.
La profesora Zenaida, simplemente hablando de su carácter físico fue una bella mujer, dama y hasta “hembra”, palabra que, a los cumaneses masculinos, mucho nos agradaba para evaluar al género femenino. Nosotros cuando usábamos esa palabra y pensábamos en la dama a la que iba dirigida, se nos encendían los ojos y hasta la boca se nos inflaba. Pero, ella mi amada profesora, fue mucho más como persona y docente. Y lo fue en verdad, por su arrojo, valentía y capacidad y disposición para comprometerse con las bellas causas, una hembra en estricto sentido. Y como docente fue excelente, tanto que a esta altura de mi vida, no tengo duda alguna que fue quien, en buena medida, generó en mí, querer ser docente y en el área de la historia. Eso que llaman vocación, que en veces parece ser asumida como cosa genética y no aprendida, estoy seguro que se lo debo a ella.
Bien recuerdo, teniendo yo unos doce a trece años, cuando con dos o tres compañeros, al ver transitar a aquella bella dama, nos escondíamos en los jardines que corrían paralelos a los pasillos del liceo Antonio José de Sucre, para ver su caminar armonioso y hasta excitante, sobre sus altos tacones, mientras como un hábito o gesto mecánico, se estiraba con los dedos y de manera muy discreta, para decirlo en el lenguaje "balurdo" de los cumaneses como yo, “las orillas de las pantaletas”. Para nosotros fue aquello un secreto bien guardado y un motivo para reírnos al verla mirar, antes de ejecutar su “manía”, a los lados cuidándose que nadie la mirara.
Después de saludar a mis familiares y darles el pésame por la muerte de mi prima Noema, de quien desde niño guardé un bello recuerdo, caminé con cierto apresuramiento, como temiendo se fuese con anticipación, hacía el sitio donde había visto sentada a mi inolvidable profesora Zenaida Varela. Pese los años transcurridos, todavía conservaba mucho de su belleza y elegancia. Habían transcurrido muchos años desde la última vez que nos vimos y era yo, ya un hombre entrado en la madurez y con dos hijas casi adolescentes.
“Es para mí un enorme placer saludarla, mi querida profesora”, dije aquello después de plantarme frente a ella e inclinarme a manera de reverencia, tal como era merecedora.
Levantó su mirada buscando mi rostro, antes de extenderme su mano hacia la mía, antes extendida y con inocultable curiosidad, interés y hasta alegría, me preguntó:
“¿Por favor y perdone, usted quién es?”
Le respondí, sin inocultable placer, “Pues soy uno de los tantos alumnos que usted enseñó a investigar, analizar, sacar conclusiones y a debatir en grupo con los compañeros para formar nuestro propio conocimiento. Soy Eligio Damas Blanco, pues así me conocían entonces, pues mi padre me había inscrito en la escuela con su dos apellidos; el hijo de aquel bello hombre, por quien después de muerto, Ud., una noche, me dijo, “Tu, Eligio Damas Blanco, no eres hijo de ningún pendejo de este pueblo”.
“¡Ay hijo, ahora si te recuerdo! Desapareciste de esta ciudad y más nunca volví a saber de ti. ¿Qué haces ahora? ¿Dónde vives?”
Con evidente emoción y hasta alegría me hizo aquellas dos preguntas, la primera casi atropellando la segunda.
Le respondí, “Pues he estado siguiendo sus huellas, su camino andado. Como usted, soy educador, profesor y también como usted, trabajo la especialidad de historia y no por casualidad, casi todo mi trabajo, también como usted, lo hago con los alumnos del segundo año”.
Le conté como los directores de los planteles donde trabajé, aleccionados por sus jefes, no me asignaban cursos en los niveles superiores, porque piensan que puedo, como usted lo hacía con nosotros, poner a los alumnos mayores a buscar la verdad, a abordar la historia como una ciencia y no una carretilla de cuentos para repetirlos de memoria, sobre todo fechas, hechos y personajes. “Pero pasan por alto que, como usted lo hizo con nosotros, en el segundo año, en los tiempos muy difíciles de Pérez Jiménez, yo puedo y lo hago con “mis muchachos” en el mismo nivel. Y, cuando llegan arriba, van armados de las llaves y claves para interpretar y narrar lo que el docente de turno les oculta o desconoce. Porque como usted lo hizo con nosotros, yo desde el segundo año les enseño a aprender”.
“Y me ha ido también, que así como yo la recuerdo, en una oportunidad, mis alumnos de segundo año, al graduarse de bachilleres en el Liceo Colón de Puerto La Cruz, de manera casi unánime, me escogieron de padrino de su promoción. Un extraño hecho, porque lo habitual es que esos muchachos tres años después, al graduarse de bachilleres, no se acuerden de un oscuro profesor de segundo año. Ellos se acordaron de mí, como yo a Ud., no la he olvidado nunca”.
Una noche, como escribí en otra oportunidad, a mí, en la oscuridad o bajo la luz mortecina de los postes de los viejos tiempos, se me apareció la Virgen.
Había estudiado el primer año de bachillerato, habiendo salido de la primaria en la Escuela República Argentina, en el colegio de los padres Paúles, que estaba ubicado en la esquina donde la calle comenzaba a inclinarse hasta llegar a la falda del cerro donde está el cementerio. Mi madre, con lo que le pagaban como pensión por la muerte de mi padre, quien había servido al Estado por largos años y por insistencia de un viejo amigo, optó por inscribirme en ese colegio privado, pese el esfuerzo que eso significaba para la familia. Aprobado ese primer año, lo que hice sin mayores dificultades, pese el empeño de un cura profesor de inglés, por mi origen y procedencia, un pobre muchacho de una aldea de pescadores, radicalmente distintas ambas circunstancias al de mis nuevos compañeros, en mal valorarme, hasta que, por razones del azar, un sábado en la tarde, bajando de la cancha de futbol, pues solía practicar con entusiasmo ese deporte, habiendo sido jugador en mi anterior escuela, campeona de la ciudad en nuestro nivel varias veces, bajando hacia el primer piso del edificio, dado que la cancha quedaba en la parte de arriba, en casi la mitad del cerro, muchacho al fin, opte por bajar, deslizándome por los pasamanos de las escaleras, por lo que el cura no pudo sentir mi pasos, le sorprendí “apurruñado” con una joven que prestaba sus servicios en el colegio.
De allí en adelante, sin acuerdo ni conversación alguna, el cura comenzó a darme un tratamiento y evaluación diferentes, habiendo sabido además que, yo no había comentado aquello con nadie.
Habiéndole sido suspendido el pago de la jubilación a mi madre, por el derecho derivado de mi padre, eso que llamamos ahora el sobreviviente, apenas se inició el gobierno de Pérez Jiménez, opté por inscribirme en el Liceo Antonio José de Sucre, una institución pública, con lo que salí ganando, dado el alto nivel de esa escuela. Lo que vale decir, “no hay mal que por bien no venga”.
En aquella época, aparte del alto nivel académico y cultural de los docentes, el sistema escolar era por demás exigente. Tanto que, por sólo mencionar lo que ahora me interesa, mensualmente, los docentes, en la realización del consejo respectivo, presentaban la evaluación de los alumnos.
Hay una anécdota de mi vida que me marcó para siempre, pues es mi padre, el centro y motivo. Pero también mi profesora de historia, Zenaida Valera Mago. Cuando empecé a estudiar el segundo año de bachillerato, por el esfuerzo de mi muy humilde madre, en el Liceo Antonio José de Sucre, uno de los más prestigiosos del país, tanto que era aquella institución, la única, que tenía el 5to. año en todo el oriente del paìs, en el primer mes de evaluación, de 8 asignaturas me rasparon 7 y la única aprobada apenas alcanzó la mínima nota de 10 para ese fin, por cierto Historia Universal, con la profesora Zenaida Varela.
Era yo el único muchacho de mi barrio, el "Río Viejo" y que, como suelo decir, "queda en el del camino hacia Las Palomas", por ser este uno de mayor número de habitantes y recursos, tanto que queda entre la desembocadura del río Manzanares y la playa de Castillito, que había alcanzado la fama y honor de entrar aquella prestigiosa institución escolar. Quería, como mi padre, ser abogado.
A temprana hora de la noche del día cuando se celebró el consejo de sección respectivo, para dictaminar de manera definitiva sobre los resultados de la evaluación, como acostumbraba desde algún tiempo atrás, me dirigía hacia el billar de Domingo Ramírez, ubicado detrás de la catedral, cuando se me atravesó "la virgen". Ella vivía en una casa que estaba justamente al frente del billar. Quizás, venía de la iglesia misma, pues le quedaba cerca y sé que era muy devota.
Aquella virgen, ya solterona, la llamo así por la edad que entonces había alcanzado, pese su belleza física, espiritual y formación intelectual, era la profesora Zenaida Varela Mago, docente al servicio del instituto donde yo había entrado como un polizón y era su alumno en historia Universal. La virgen que, como dije, salió detrás de un grueso árbol, se me atravesó en el camino y se paró frente a mí.
"¿Para dónde vas tú?" "¿Vas ahora, como siempre, a pasar la noche en ese antro? ¿Sabes bien cómo saliste en este, tu primer mes de evaluación?"
Me informó en detalle acerca de mis notas y de lo que, de mí, se dijo en aquella reunión docente. Y luego continuó:
"¿Sabes una vaina? Tú no eres hijo de ningún pendejo de este pueblo. Ese liceo está lleno de muchachos hijos de gente que tiene real y pocos méritos. Tú y yo, como todo el mundo en esta ciudad, sabemos quién fue tu padre. Y por él, tú tienes un enorme compromiso. No puedes, estando en ese liceo, hacerle avergonzarse en su tumba. Sentí un dolor enorme por lo que allí se dijo del hijo de Paco Damas Blanco y la propia evaluación que yo de ti hice".
Siguió hablando, mientras yo me mantenía inalterable con la cabeza abajo, paralizado todo, salvo del poder escuchar y sentir como aquellas palabras inundaban mi cuerpo y alma toda.
A partir de ese momento comencé a ser un joven y persona absolutamente diferente y eso influyó radicalmente en mi posterior rendimiento estudiantil y en lo que he sido a lo largo de la vida.
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